domingo, 27 de junio de 2010

Hija de quién? Heredades malversadas. sobre la obra de Tamara Ávalos

San José, mayo 2008


Del oficio al medio

Buena parte de los cambios acaecidos en las artes visuales contemporáneas con el desbanque del ideario moderno, se relacionan con la reubicación del “oficio” en un lugar suplementario del ejercicio artístico. En la actualidad, el artista no sólo puede prescindir de las destrezas que antaño era necesario adquirir mediante una rigurosa formación técnica, sino que inclusive, se permite poner en evidencia la carencia de ellas y jugar con sus implicaciones sobre la noción ortodoxa de autoría.

Este giro, que a primera vista podría parecer desmedido, retoma una discusión de larga data. Es en la Grecia del s. VI ac, donde se establece una distinción entre la techné, -noción que refería a las prácticas que requerían una destreza especial-, y la techné mimetiké, -noción que designaba el segmento de estas actividades que tenían como denominador común la representación a través de imágenes-. En estas nociones subyace una valoración diferenciada entre la ejecución material de la obra y la facultad de ideación de la misma, distinción que ha ido adquiriendo distintos matices con el paso del tiempo: artes liberales versus artes mecánicas en la Edad Media, artistas versus artesanos en la Edad Moderna, alcanzando su máxima expresión en el s. XVIII con la generalización de la noción de “Bellas Artes” o “Artes mayores”, en contraposición a la de “artes menores”, categorías que a partir de entonces son institucionalizadas a través de las Academias.

En términos generales, estas distinciones implicaban una sobrevaloración del carácter intelectual de las prácticas artísticas, por sobre el papel secundario de su ejecución material. Es con la irrupción de las vanguardias de inicios del siglo XX y la gestación del concepto de diseño industrial en ese mismo siglo, que se pone en entredicho esta distinción; la cual es llevada a lugares insospechados por los movimientos artísticos de la segunda mitad del siglo XX

Ahora bien, los beneficios de este giro parecieran ser patrimonio exclusivo de las Artes visuales contemporáneas, pues sus alcances no han sido extensivos a aquellos ámbitos de producción históricamente constituidos al margen de las Bellas Artes.

La diversidad de expresiones incluidas genéricamente dentro del ámbito de las artes decorativas por ejemplo[1], continúan articulando su especificidad en torno al oficio. Y a lo sumo, como parte de un proceso de autoafirmación, han sustituido el antiguo anonimato por la noción de autoría, indiscutible valor agregado del producto final.

Esta diferenciación se torna extrema cuando se trata de producciones creativas de raigambre popular o étnica, pues la necesidad de reconocer el valor estético y cultural de estas expresiones, ha correspondido la mayor parte del tiempo a preocupaciones externas a los núcleos de producción mismos. Desde esta mirada –la externa-, el valor supremo del “arte étnico” o el “arte popular” reside en su especificidad. Y esta especificidad ha sido asociada con una esencia cultural que es la matriz de su diferencia. La inmutabilidad se postula así como la certificación única de autenticidad. Al respecto señala Ticio Escobar:

“High art is allowed to change, it feeds from a variety of innovations and sources, it should keep up to date, expand and look forward to an optimistic future. Meanwhile, popular art is condemned to remain genuine and pure: change is perversion and novelty is betrayal of its essence, distortion of its true values and corruption of its primary authenticity.”[2]

Y como si de un efecto reflejo se tratara, esta desigualdad de potestades ha sido extensiva a los medios de expresión. La historia del arte ha mostrado claramente cómo la valoración de los medios expresivos ha estado supeditada a las visiones de mundo imperantes en cada época. De lo contrario no se explicarían las dificultades que un medio como la fotografía sufrió para encontrar un lugar por derecho propio en el terreno de lo artístico; o bien, el imperio que la pintura –pese a sus múltiples declaraciones de muerte- sigue teniendo en el imaginario colectivo como expresión máxima de lo artístico.

En el caso de la cerámica, quizá por su vinculación con las culturas ancestrales, ha sido un medio que ha subsistido al margen de las Bellas Artes. A diferencia de otros medios expresivos, su vínculo con los “refinamientos” de Occidente se hizo hace poco más de dos siglos con el desarrollo del movimiento denominado Arts and crafts. La consecuencia más visible de esta distinción es que la cerámica ha sido un área que ha resguardado su especificidad a partir de los conocimientos y técnicas que exige el oficio. Lo que en términos prácticos ha redundado en una producción abocada fundamentalmente a la elaboración de objetos funcionales o piezas de alto valor estético, minusvalorando en ambos casos su potencial comunicativo.

En Costa Rica, la producción cerámica no ha corrido una suerte distinta. Su producción se remonta al año 500 a.c. y estuvo ligada a funciones primordialmente utilitarias, relacionadas con necesidades de la vida cotidiana y ceremonial de las culturas precolombinas. Durante el período colonial y la posterior gestación del Estado costarricense, la producción y utilización de la cerámica se mantuvo de forma ininterrumpida, aunque reduciendo sus usos a los eminentemente utilitarios, y en menor grado a los decorativos.

Su enseñanza se formaliza en la segunda mitad del siglo XX al instituirse como una opción de especialización en algunos planes de estudios superiores en artes plásticas[3]. Sin embargo, esto no implicó una desvinculación del oficio cerámico con la producción de objetos utilitarios y/o decorativos. Posiblemente el enfoque eminentemente técnico de los planes de estudios, las pautas de consumo existentes, y las necesidades de sobrevivencia de los ceramistas, han contribuido a que la distancia entre la cerámica y las Bellas Artes se mantenga.

Ha sido hasta los últimos años que este escenario ha empezado a modificarse. De la misma forma que las condiciones políticas, económicas, sociales y culturales han variado sustancialmente durante los últimos veinte años; el escenario artístico costarricense se ha transformado. El conservadurismo endogámico que por mucho tiempo había marcado los alcances de la producción artística, ha cedido terreno ante la presencia de nuevas instancias y actores que desde distintos frentes, han estimulado procesos de apertura, de hibridez y de diversificación. Las pautas de circulación y de consumo se han modificado, ampliando las posibilidades de acción de los creadores.

En este contexto, algunos ceramistas se han dedicado a orientar sus trabajos en una vía que por sus intencionalidades comunicativas y por las posibilidades de consumo que admiten, se inscriben en el terreno de lo artístico. La obra de Tamara Ávalos se sitúa en este grupo, hilvanado esencialmente por una práctica en la que desde el propio oficio cerámico, se realiza una operación en la que el valor de la cerámica se reorienta en sus cualidades como medio expresivo.

El medio desde el no lugar

La carencia de una tradición cerámica de raigambre artística, es uno de los aspectos que más enriquecen el trabajo de la generación de ceramistas en la que se inscribe el trabajo de Ávalos. Ciertamente comparten una matriz común que es la que les proporciona el oficio. Es ahí donde evidencian elementos de identificación mutua relacionados la mayor parte de las veces con la dimensión técnica del ejercicio, y con la subvaloración que la cerámica ha tenido en el contexto artístico.

El giro que implica asumir la cerámica como un medio expresivo desde una tradición sin referentes en este sentido, ha posibilitado soluciones inéditas que se sirven del apropiacionismo y la hibridez de distintas fuentes, como recursos para la solución de obras que de una u otra manera establecen una relación de tensión con la cerámica misma.

En el caso de Ávalos, su trabajo se moviliza en una especie de no lugar, es decir, desde un espacio carente de coordenadas identitarias, históricas y relacionales[4]. Le hace un guiño a los referentes desde los que se ha definido, -por afirmación o por negación-, la cerámica en Costa Rica. El legado precolombino, la producción artesanal y la Historia del Arte costarricense, son objeto de una maniobra de apropiación e hibridación que enfatiza los límites, fricciones y líneas de continuidad de estos referentes.

De esto deviene un contrapunteo con la Historia del Arte Costarricense, que repara particularmente, en la dislocación que ha existido entre la cerámica y la escultórica nacional.

Al respecto, cabe destacar que la escultura costarricense adquiere una fisonomía propia cuando, al finalizar la década de 1920, una generación de escultores se dio a la tarea de vindicar el valor de las manifestaciones autóctonas como referentes de un ejercicio artístico de valor universal con raigambre local.

Con fundamento en el ideario americanista de la época y con conocimiento de las rupturas llevadas a cabo por las vanguardias europeas y americanas, Juan Rafael Chacón (1894-1982), Néstor Zeledón Varela (1903-2000), Juan Manuel Sánchez (1907-1990) y Francisco Zúñiga (1912-1998), iniciaron un trabajo de reconocimiento de la imaginería colonial, las manifestaciones prehispánicas y de su propia realidad cotidiana.

De esto devinieron dos grandes giros respecto a la estética europeizante que imperó desde finales del siglo XIX. Por una parte, el modelado en barro fue relegado a un segundo plano para dar lugar a un trabajo con predominio de la talla directa en piedras y maderas locales . Por otra parte, introdujeron un temario inédito, coronado por motivos referidos a la fauna local o a circunstancias típicas de la cotidianidad rural.

Aunque en su momento el trabajo de estos artistas sufrió todo tipo de impugnaciones por parte de los sectores más conservadores, no pasó mucho tiempo para que el reconocimiento de su trabajo se asentara bajo la figura de pilares de la tradición escultórica nacional.

La labor escultórica de la segunda mitad del siglo XX así lo demuestra. La asimilación y el replanteamiento del legado de estos pilares de los años 30 y 40, hilvana la escultura costarricense. El trabajo de síntesis extrema que en la época de los 60 desarrollan artistas como Hernán González (1918-1987), no podría entenderse sin el referente estampado por Sánchez. Así como tampoco se haría justicia al omitir la impronta dada por Chacón, Zeledón Varela y Zúñiga, en la veta escultórica realista desarrollada por autores como Olger Villegas (1934) en la década de los 80. En términos más generales, existe una insistencia en la escultórica costarricense de la segunda mitad del siglo XX, que se sirve de los leit motivs instaurados por la generación de la primera mitad, así como de las composiciones cerradas, las acentuadas volumetrías y la monumentalidad contenida que caracterizó sus trabajos.

El trabajo de Ávalos establece un contrapunto con esta tradición desde el otro flanco, el de la cerámica. Y desde ahí, despliega un repertorio de motivos y de soluciones formales emparentadas con esta matriz escultórica, con algunas tradiciones cerámicas precolombinas y con la artesanía contemporánea.

La proximidad con estos referentes se torna en solución restaurativa cuando la artista exalta los rudimentos propios del oficio del ceramista. Los acabados mediante bruñido desbancan la implacable presencia de la gubia y el cincel de los primeros escultores o el pulimento de las obras de las más recientes generaciones, enfatizando la afinidad de la artista con las técnicas primigenias de la cerámica y el registro de su huella al modelar la arcilla. La pesadez volumétrica de las tallas escultóricas, contrasta de forma explícita con figuras que muestran su oquedad interna , aunque sin perder por ello, la monumentalidad concentrada que las hermana con la escultórica. Por otra parte, la policromía sobria de las piezas enfatiza la presencia de la arcilla, que al ser sometida a un proceso de reducción de oxígeno en el horno, adquiere distintos valores tonales que acentúan las superficies, en vez de subrayar el efectismo volumétrico.

Finalmente, más por coincidencia que como un gesto deliberado, Ávalos se ha aproximado a los mismos motivos de la escultórica costarricense. Aunque en su caso, son abordados desde un posicionamiento que subraya su distancia con ésta, tanto desde un punto de vista de género (aproximadamente hasta los años ochenta la tradición escultórica ha sido encabezada por hombres), como desde la forma de concebir la producción misma.

La construcción del lugar

Su serie Veraguas por ejemplo, da cuenta de cómo la aproximación a la fauna local se realiza en su caso desde una posición de gracilidad y jugueteo que contrasta con la aspereza y rusticidad de la animalística de Zeledón Varela o Chacón, con el formalismo de Sánchez e inclusive con la sofisticación de Sancho (1935). La aproximación casi naif de Ávalos, es la licencia para hibridar las referencias prehispánicas con el imaginario procedente de los cuentos de hadas y los souvenirs industrializados para consumo barato, en soluciones que no temen rozar lo decorativo y adquirir el vilipendiando estatuto de artesanías.

Como la animalistica, dos grandes leit motivs de la escultórica costarricense han sido las figuras femeninas y las maternidades. Ávalos arremete en esta línea con un planteamiento que pone en evidencia la posición de externalidad desde la que se han realizado tradicionalmente las aproximaciones escultóricas en estos rubros; así como su no lugar como mujer y artista, dentro de esta tradición.

La imagen intimista asociada a lo femenino y la sublimación de la maternidad que han sido plasmadas desde la mirada de los escultores , es desbancada por Ávalos en figuras pletóricas de sexualidad, que sin miramientos celebran el goce que implica la vivencia de la propia corporalidad, a la vez que ponen en evidencia la carencia latente en el deseo de la mirada externa de los escultores. La ternura y la solemnidad de la aproximación alegórica o sublimada desaparece. En su lugar se imponen figuras que en sus soluciones formales y conceptuales, se aproximan a las tradiciones precolombinas y a los souvenirs contemporáneos.

Hija de Eva constituye un ensayo en este sentido. El conjunto materializa la síntesis de una experiencia personal de la sexualidad, que actúa como detonante y canal para llevar a cabo una operación de revisión y reconstrucción del arquetipo femenino encarnado en la figura de Eva.

Ávalos dialoga con la imagen femenina procedente de la tradición judeo-cristiana, haciendo uso de esquemas figurativos y simbólicos de diversas culturas ajenas a este ideario. Se nutre del simbolismos y de la visión de mundo de estas culturas, y de la correspondencia que existe entre el símbolo y la simplificación esquemática de las formas. Pero no aspira a su emulación. Por el contrario, se trata de un ejercicio asimilativo que pasa por el filtro de la cultura de masas contemporánea. El resultado: un conjunto de esculturas asimilables a diosas-madres, pero edulcoradas con detalles propios de las muñecas de los mercados tradicionales.

Algunas soluciones comunes en distintas tradiciones precolombinas , como la ostentación de los senos, las vaginas y los penes, la ubicación de las manos en las caderas, las decoraciones corporales o la zoomorfización de las formas, establecen un importante ligamen en esta serie. Estas soluciones le confieren un carácter de serialidad a las piezas, mismo que es alterado con el detalle del esgrafiado de las superficies. Las serpientes, oroburos y mariposas, animales que desde el punto de vista simbólico están asociados con los ciclos reproductivos y con lo femenino, sitúan la relación con la sexualidad en una zona celebratoria, que entiende la relación entre los sexos, como reflejo y manifestación micro de los ciclos vitales.

Pero esta operación afirmativa no se agota ahí. Uno de los elementos más interesantes de esta revisión acerca de lo femenino, reside en los mecanismos de los que se sirve la artista para discursar.

La síntesis simbólico-formal de estas esculturas, se complementa con una serie de losetas que recrean una versión del génesis. En éstas, la aproximación esquemática y simbólica de las piezas tridimensionales cede terreno ante la tradición representacional occidental, dando lugar a una serie de recursos que pretenden “traducir” mediante imágenes un mensaje organizado narrativamente.

Se trata de un cambio de registro que conlleva una reorganización sintáctica en la formulación de los mensajes. Y esta aparente tautología, no constituye más que un llamado de atención sobre lo que en los años sesenta apuntaba Marshal McLuhan mediante la célebre frase “el medio es el mensaje”, sentencia mediante la que el autor subrayaba la capacidad de afectación que tienen los medios de comunicación sobre los contenidos que viabilizan.

Si en las esculturas de esta serie, el esquematismo simbólico-formal y su contundencia en cuanto a resolución semántica, deviene de una visión de mundo holística, simultánea, sintética y concreta. La linealidad discursiva y la intención representacional de las losetas, deriva de una aproximación lineal, secuencial, reduccionista y abstracta que ha caracterizado el status quo de la visión de mundo occidental desde hace poco más de quinientos años.

Este giro en el planteamiento formal, constituye entonces una inflexión en el modo de discursar al interno de la serie, que trascendiendo el enfoque de género que la fundamenta e hilvana, da cuenta de lo que el conjunto en su totalidad tensiona e indaga: el poder que yace en el modo cómo se enuncia, por sobre lo que se enuncia.

El conjunto El divino goce placer confirma esto. La atención de Ávalos sobre la vivencia de la sexualidad desde lo femenino se mantiene. Pero en esta ocasión, el planteamiento es más reflexivo. El énfasis que la policromía y el esgrafiado situaban en las superficies del conjunto anterior desaparece, para concentrar la atención en la forma y su resolución volumétrica. La maternidad adquiere un papel protagónico, pero se trata de maternidades sexuadas, concentradamente imponentes. El ruido de la serie anterior es suplantado por un silencio austero. Una vez más, es el medio el que marca un giro sobre lo que se enuncia.

De acuerdo con esto, quizá el valor de estos trabajos resida más que en su intención reconstructora, en su capacidad revisionista. En el sin fin de lugares comunes que repasa, tanto acerca de la asunción de la sexualidad desde lo femenino, como acerca de la capacidad enunciatoria de la cerámica en tanto medio.

El trabajo de Ávalos se moviliza escurridizamente entre los referentes a través de los cuales se ha estereotipado a la cerámica –del patrimonio precolombino al souvenir autóctono- y la tradición escultórica costarricense. Bebe de esas matrices, se las apropia sin aspiraciones de ningún orden, y pone en evidencia su no lugar entre ellas.

Es precisamente esta movilidad en una zona liminal, la que abona el terreno para la construcción de un lugar por derecho propio.


[1] Artes decorativas, artes aplicadas, artes y oficios, son nomenclaturas que engloban genéricamente áreas de producción tradicionalmente utilizadas con fines ornamentales y funcionales, entre estas, la vidriería, el mosaico, la textilería, la glíptica, el esmalte, la cerámica, la ebanistería, y la orfebrería, entre otras. Este tipo de manifestaciones han sido objeto de procesos autoafirmativos como el desencadenado por el movimiento de Arts and crafts en la Inglaterra de la segunda mitad del s. XIX, propuesto como una reacción a las transformaciones impuestas por la mecanización y la producción en serie. En el período de entreguerras, formaron parte del repertorio de técnicas y procedimientos incluidos en el desarrollo de las Artes industriales y del Diseño, programas formativos que eclosionaron con el fin de adaptar los procesos de diseño a los requisitos de producción de la industria, con el fin último de procurar su articulación en la vida cotidiana.

[2] Issues in Popular Art. En: Mosquera, Gerardo (ed). Beyond the fantastic. Contemporary art criticism from Latin America. Londres: The MIT Press; MIT Press Ed edition, 1996. p. 91. "Al arte se le está permitido cambiar, se alimenta de una variedad de innovaciones y fuentes, se debe mantener actualizado, expandirse y visibilizar un futuro optimista. Mientras tanto, el arte popular está condenado a permanecer genuino y puro: el cambio es una perversión y la novedad es traición de su esencia, distorsión de sus verdaderos valores y corrupción de su autenticidad primaria." Traducción libre de la autora.

[3] En 1972 se crea la opción de especialización en cerámica como parte de la Carrera de Artes Plásticas de la Universidad de Costa Rica. Cinco años después, la Escuela de Artes Plásticas de la Universidad Nacional (desde 1998 denominada Escuela de Arte y Comunicación Visual), hace los mismo. En 1996 el Instituto Nacional de Aprendizaje crea el Núcleo Procesos Artesanales, entre cuyas áreas funcionales se encuentra la denominada “Tratamiento de la arcilla”. En el año 2003 surge la Bienal de Cerámica, evento que cuenta ya con tres ediciones y que ha actuado como visor del quehacer cerámico costarricense.

[4] La noción de “no lugar” fue acuñada por el etnólogo y antropólogo Marc Augé en su libro Los no-lugares. Espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad (1993), en una tentativa de análisis sobre el impacto que tienen los espacios contemporáneos en la manera como nos relacionamos con la realidad y con los otros.


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