domingo, 27 de junio de 2010

Había una vez… obras de Josefa Richard

[caption id="attachment_36" align="alignleft" width="241" caption="Kill pollo. Josefa Richard"][/caption]

Decía Juan Bosch que es en la primera frase donde está el hechizo de un buen cuento, que es ella la que determina el ritmo y la tensión de la pieza, y la que a modo de conjuro, puede despertar de golpe el interés del lector.

Como quien invoca el poder inequívoco del sortilegio, Josefa Richard ha intitulado esta muestra “Había una vez…”, comienzo tradicional de muchos de los cuentos que sin lugar a dudas marcaron buena parte de nuestra niñez.

Con esta frase, las obras que conforman esta muestra son investidas de una especie de aura para movilizarse legítimamente en la zona de la ficción. Es desde ahí donde es posible ensayar identidades para los monigotes retratados en sus obras; es ese lugar indeterminado el que permite vislumbrar relaciones posibles entre ellos y armar historias fantásticas.

Pero además de otorgar una licencia para que estas digresiones tengan lugar, la frase “Había una vez…” es una declaración afirmativa, en la que subyace una confrontación de carácter eminentemente artístico. Este conjunto de pinturas surge de las fricciones entre dos vertientes artísticas: de un lado está una tradición que vincula la pintura con la narración y la ilustración de grandes temas; y en el otro extremo se haya otra tradición no menos importante, que encuentra en este vínculo un lastre artístico y que en su lugar abandera la autonomía artística y la libertad expresiva.

El trabajo de Richard emerge de la fricción entre estas dos tradiciones. De ellas se desprende su aproximación casi obsesiva al oficio pictórico, sin el cual sería imposible imaginar la riqueza textural de las superficies, la infinidad de matices que se sobreponen, el efecto vibrante de sus colores y la intensidad lumínica que parece desbordarse de sus telas.

Y como contrapunto de estos complejos procesos técnicos, sobreviene el énfasis esquemático de sus composiciones, donde grandes o pequeños monigotes actúan como chivos expiatorios de exploraciones compositivas y de narraciones improvisadas.

Como si el oficio pictórico reclamara algún mecanismo para amenizar el rigor que le es inherente, entre bromas y juegos cobran vida los personajes. De ahí surgen los Killpollones, las Sopas Negras y hasta los Petit Oiseaux, personajes que se sitúan a medio camino entre lo gracioso y lo irreverente. A través de ellos la severidad del proceso creativo sede terreno al divertimento y al goce estético. La pintura pierde su hálito de solemnidad, y en su lugar se impone el desenfreno ficcional y la improvisación narrativa.

Así, si Alicia en el país de las maravillas preguntaba ¿Y de qué sirve un libro sin dibujos ni diálogos?, esta serie de pinturas parece cuestionar de qué sirve la pintura sin historias que narrar. Quizá de ello se desprende el valor de conjuro de la frase que intitula esta serie de pinturas, lugar impreciso en el que se concreta el proceso creativo de la artista, y umbral que somos invitados a explorar.

San José, setiembre 2009

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